Un caminante se perdió en un bosque seco, árido, triste y estéril. Vagó errante durante muchos días rodeando troncos que habían sido robustos, sustentos para una ramas capaces de dar buenos frutos en verano, pero que hoy eran sólo madera muerta. Seguía caminando, entre matorrales inertes que se desmoronaban a su paso, entre inanimados restos fósiles de los que habitaban el lugar en otro tiempo. El hambre y la sed empezaban a trastornarle la visión y a causar flaqueza en sus piernas cansadas.
De pronto, un olor a hierba le refrescó el alma. Dirigió sus pasos hacia el lugar de donde venía ese aroma que se hacía más y más intenso por momentos, hasta que pudo ver un río profundo, tras el cual, aparecía como en un espejismo, una orilla de arena y piedras. Cuando consiguió recuperarse de la emoción inmensa que le produjo el hallazgo, pudo enfocar un poco más lejos. Vio un bosque inmenso en el que había frondosos árboles frutales, pájaros, panales de miel y una gran fuente natural entre rocas doradas por el sol.
Estaba a un paso de lograr su salvación, sólo a un paso, no podía rendirse, sentía que su vida en la tierra no podía acabarse de esa forma. Pero el río llevaba demasiada corriente. En su estado de debilidad no era posible atravesarlo a nado. La única solución: hacer un puente. Con aquellos troncos viejos y con el hilo de vida que le quedaba, el caminante logró construir un rudimentario puente. Lo rodó hasta el río y lo empujó hasta que un extremo tocó la orilla contraria. Su corazón se endentecía, sus músculos no obedecían casi a las ordenes de su voluntad.
Cayó casi inconsciente sobre el quebradizo puente y algo le ayudó a gatear como un niño hasta lograr atravesar el río al fin. Se durmió unas horas, y al despertar, el caminante comenzó de nuevo a vivir, se sintió resucitar y siguió su camino.
Las heridas podrían ser el material que sirva para construir un puente hacia la sanación.
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